lunes, 20 de mayo de 2013

En mi bar de cabecera.

Hace tiempo que dejó de tragar monedas la máquina de los discos, se hace tarde, y en un pueblo tan pequeño es difícil que se siente algún extraño a refugiarse en tu misma barra, pero las cosas están para que pasen.

A falta de algo más de tres tragos para verme obligado a llamar de nuevo la atención del camarero, unas chirriantes bisagras me incitaron a que girase la cabeza. A través de una fuerte bocanada de humo solo oí unos tacones, nada que ver con el sonido a goma de las botas de agua que suelen usar los marineros que frecuentan este tipo de lugares, me bastó con ver como levantaba la mirada el tipo de la barra, mientras sacaba brillo a las pocas copas que aún quedaban por recoger.

He visto esa misma mirada en los compañeros cuando avistan tierra después de varios días, sabes que la tierra existe, sabes de sobra como es y todo lo que puedes conseguir allí, pero después de varios días en la mar, ver tierra por primera vez, te encoge el alma.

Yo ya estaba cansado de esas sensaciones, así que opte por no mirar a la figura que ya el humo disperso daba formas y volví a hundir mi mirada en los pocos cubos de hielo que nadaban en mi vaso.

Pasó cerca de mí, casi tocó mi espalda, y se dirigió a la esquina del fondo, a unos taburetes pegados a la pared, junto a un póster de Marilyn ya amarillento por el paso del tiempo. La luz que las tulipas verdes que colgaban de la barra no iban a dejarme ver su rostro así que no hice aspaviento alguno. Giré los hielos sobre si mismos y volví a pegarle otra calada al cigarro.

Pidió una ginebra, una cualquiera le dijo al camarero, y antes de que pudiese terminarme el cigarro ya se había bebido su copa.

Arrastró la copa por el tramo de barra que nos separaba y paró justo a mi lado. En tono déspota y agresivo me pidió un cigarrillo, como la que no tiene nada que perder, como la que ya ha vivido. Sin mirarla saqué la bolsa del tabaco de liar y le di uno de los que ya tenía hecho, ella adelantó su mano hasta la cajetilla de cerillas y se encendió el cigarro.

Esa fue la primera imagen que tengo de ella, entre fuego y humo. Con varias caladas de boca consiguió prender la mala hierba de fumar que puedo conseguir en este pueblo, mientras, me quedé observando su rostro, una pequeña boca que apena dibujaba unos finos labios de carmín, una nariz con la que apenas se podría respirar y unos ojos color de agua, donde sin duda ya muchos se habrían hundido. Decididamente volví la mirada al fondo del vaso, no quería hundirme en ellos a la primera de cambio. Tiró las cerillas delante de mí, se acercó a mi oído y susurrando dijo: gracias…

Entonces se giró y caminó de vuelta a su asiento, caminaba de espaldas, mostrándomela, descubierta, solo una mata de pelo largo y rubio,un pelo de olas, con los que sueñan los que están en el mar. Y en lo más profundo de ese paisaje vertebral, unas palabras en latín que no logré traducir.

Apuré los dos últimos tragos de un solo sorbo, e hice señas al barman para que rellenase el vaso, mientras lo hacía, me acerqué a la máquina de discos con un par de monedas, tan solo quería darle algo de sonido a todo aquello, y soltar la tensión en el cuello que esa chicha me había causado, de bailar nada, si algo no se en esta vida,  es mover los pies sin parecer un cormorán.

La máquina de discos era casi tan vieja como aquel antro, la humedad doblaba los discos y solo los mejores parroquianos sabían cuales sonaban bien. A pesar de que pasaba muchas horas allí nunca había puesto un solo tema en esa añeja máquina. Y algo mal tuve que hacer porque apenas estaba girando la rueda de elección, cuando sin elección alguna, el gancho se puso en movimiento y capturó algo que sonaba como Dixie Chicks pero con una voz más madura, como lo único que yo necesitaba era algo de música no le di más importancia y me dirigí a por mí copa.

Allí en la barra justo donde yo estaba me esperaban unas palabras en latín que no logré traducir en su momento, según me acerba pude leer, deducet vos usque in finem saeculiEstando ya sentado junto a ella, como si esa hubiese sido la situación de toda la noche, le pregunté qué quería decir aquello que tenía tatuado, de nuevo, de manera altiva y confiada me respondió que terminaría sabiéndolo, pero que nos faltaba mucho por beber.

La noche siguió su curso, y empezó a dar paso al alba, extrañamente no fuimos interrumpidos por más compañía en el local y entre alcohol y tabaco nos fuimos contando todo aquello que habíamos roto en el pasado, los pecados cometidos, y las oportunidades que se dejan en el arcén. Hablamos de nosotros sin saber quiénes éramos, nos mirábamos sabiendo donde habíamos estado,su escuálido cuerpo y el mío necesitaban mucho más de lo que mi tugurio de todas las noches podría darnos y poco a poco perdí mis manos entre sus piernas,y deseaba no  volver a encontrarlas, pues no recuerdo un lugar mejor.

Repentinamente su impulsivo y tenaz tono de voz se volvió más melancólico, casi árido, vestida pero desnuda me insinuó que era un buen momento para irnos y sin más mi boca tropezó con la suya, nos besamos como si conociésemos nuestras bocas de memoria, con una ternura inoportuna para ambos, aún recuerdo ese sabor a ginebra y cigarrillos, me dijo al oído lo que significaba su tatuaje y salió por la puerta, tomo dirección calle abajo, entre la neblina del amanecer, la seguí, la seguí involuntariamente, como si no pudiese parar de seguirla.



                                                            El Cangrejo Violinista 


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