Hace un par de días que he
llegado a este pequeño pueblo del sur.
Estamos todavía al principio
del verano y las casas normalmente vacías, empiezan lentamente a llenarse de
gente y ruidos . No se si a la gente del pueblo le gusta está invasión de
personas estresadas que llegan de la ciudad.
Bares y restaurantes se
animan quitándose la sal de los manteles a cuadros que cubren las mesas de
madera, de los cuadros de barcos y veleros , de la red de pescador colgada en
el muro .
El olor a puro y a vino
casero , deja sitio al olor de Malboro Light y Pinot blanco “Frío, muy frío por
favor” .
La casa de mi amiga, donde
estoy veraneando y mirándome dentro, es muy bonita, tiene vista al mar-cielo
que se unen perfectamente al horizonte en un azul intenso, el aire puro sabe a
sal y se te pega a la piel . Amo este olor .
Sonrío pensando en la vista
de mi casa , un edificio antiguo blanco que no me permite de ver las estrellas
en la noche . Aquí hay muchísimas , todas para mi .
Estoy muy cansada , agotada ,
hago un esfuerzo cada mañana para levantarme de la cama pronto y darme un paseo
solitario por la playa .
El otro día mientras paseaba
por la orilla del mar bañándome los pies acompañada de mis pensamientos , un
barquito captó mi atención .
El barco era pequeño , de un
rojo brillante , se acercó hasta la orilla para proseguir hacia el puerto . Fue
un momento , se asomó una cara bonita y el dueño de esta sonrisa abierta me
saludó con la mano gritando algo que el viento no me permitió escuchar .
Como una niña empecé a gritar
y a saludar con ambas manos levantándolas hacia el cielo , como un ritual
ancestral de liberación, como si aquella sonrisa hubiera tocado algo profundo
en mi . Fue un momento, el barco siguió su trayectoria predeterminada, me quedé
mirando hasta que desapareció de mi vista tragado de la marea , dejándome una
sonrisa dibujada en mi boca y la cara roja de la vergüenza por mi pérdida de
control .
Me quité la arena pegada a
mis piernas , y seguí mi camino solitario y meditativo al borde de mi orilla .
Ya llevo horas despierto,
pero da la impresión de que el día no empieza hasta que no empieza a rasgarse
la noche con las primeras luces… El agua está tranquila, parece un espejo
kilométrico, reflejando los primeros naranjas de la mañana. Anselmo,
al timón, va rompiendo la serenidad del cristalino río mientras navegamos de
vuelta a puerto.
La jornada ha sido dura,
vengo apoyado sobre la borda intentando aviar las redes, clasificar la pesca e
ir adecentando un poco la embarcación.
El verano está próximo y a
veces los veraneantes solicitan de embarcaciones como ésta para saciar su sed
aventurera, y a la vuelta, parlotear en la oficina sobre sus hazañas marineras.
A mi me importa bien poco lo
que hagan, yo solo quiero ganarme unos cuartos. A veces incluso hecho buenos
ratos, cuando el gran señor de la ciudad, acompañado de la menos dama de todas,
termina perdiendo el equilibrio y cayendo por la borda. Y la tipa me mira
como sabiendo que en el mar, el rey de la jungla de asfalto, se ahoga.
Ya casi llegaba a puerto, y
una figura cercana a la orilla me sorprendió, apenas pude ver su rostro, pues el
sol, a su postre, oscurecía la figura y solo dejaba ver una silueta. Una cosa
estaba seguro, se trataba de una mujer, mejor dicho, estoy seguro de dos cosas,
no era de aquí. Iba directa a las pozas del regajo frio. De caerse en ellas las
habría pasado jodidas para salir. Así que intente llamar su atención alzando el
brazo, y por más que grité, me temo que no llegó a entenderme. Hacia
aspavientos y saltaba como si los barriletes le mordiesen los pies. La marea
nos fue separando poco a poco y ya fue imposible advertirla. Me giré y seguí
con mis labores.