jueves, 3 de octubre de 2013

Sapo tercero .

 


Leí la novela de Mary W. Shelley: “Frankenstein”, en el cole, a petición de la profesora de literatura. Bueno, a “petición” obligatoria para examen, claro. Sin embargo, la idea de “construir” un ser humano a nuestro gusto, a ver, esto ya es un matiz propio, me pareció muy interesante. Como estar en un laboratorio sin riesgos de explosiones ni mezclas peligrosas.
¿Te has imaginado a tu príncipe azul? Bueno, ¿es azul? Yo voy a contarles de mi  saponstein.
Mi saponstein (el ideal, ¿eh?, que luego del ideal a la realidad dista un camino de aquí a Japón) es de piel tostada, lampiño, de ojos negros y grandes, que extrañamente se “achinan” cuando sonríe, porque ahí estriba el poder de mi saponstein: en su sonrisa. Una sonrisa que puede hacer que el mundo se congele, que la gente desaparezca y que me mueva en un pedestal y con un halo de princesa.
Cuando creía no ser ni autora de ningún libro y mucho menos Química efectiva, ¡saponstein apareció! ¡Sí! ¡Sí! Con uniforme de camarero, con pajarita negra y un chaleco mostaza que realzaba su piel tostada, una plaquita a la izquierda, con su nombre que además era original y precedía la siguiente leyenda: “estoy para servirle” . ¡Qué más se puede pedir! Al principio, yo creía que era el encanto lugareño lo que caracterizaba al saponstein que había cruzado mi cuento.
Cuando por las mañanas me recibía con un “good morning princesa”  aliñado con esa sonrisa tan encantadora,  yo sentía que flotaba entre nubes. La gente se eliminaba automáticamente y sólo existía yo frente al perfecto “saponstein”. Lo único que me faltaba era romper el hechizo.
Intercambiábamos notitas clandestinas porque en el trabajo nadie podía ver el idilio químico que estaba surgiendo entre nosotros. Una sonrisa suya podía hacerme sentir creadora, inventora, descubridora, luchadora o lo que me pidiera que fuera.
Un día, por fin quedamos en una cita oficialmente fuera del trabajo.
La cita perfecta:  un mirador de la ciudad,  aquella sonrisa, y yo sintiendo que estaba a punto de romper el hechizo; un beso haría que saponstein se transformara en el príncipe azul que tanto había buscado y que había tardado en encontrar porque lo había buscado siempre azul y era mostaza ¡claro!. 
Con el fondo de luces de la ciudad, nosotros en el punto más alto y música a modo de banda sonora del coche, yo empecé a sentir frío. La noche era fresca, así que saponstein me ofreció su chaqueta, y al ponérmela, tiró de ella atrayéndome hacia él. Yo, embelesada con esa sonrisa que hacía desaparecer el frío, el hambre y todos los males, me deslicé como en un tobogán hacía su boca. En mi cabeza transcurría mi vida como en una tabla periódica: soledad, abandono, corazón roto, y demás  elementos que hacían una fórmula caótica. Besaba a mi saponstein y experimenté calambres en la lengua, imagino que iguales a los que experimenta el atleta después de mucho tiempo sin ejercitarse,  pero yo, paciente esperaba que comenzara la transformación de mi saponstein. Mi creación. Y así fue. De su boca salieron moscas que borraron mi sonrisa:
Soy divorciado, (su piel tostada me pareció más amarillenta) tengo una hija, (yo ya no sería la niña de sus ojos) ahora tengo novia (su rostro se volvió el de un reptil)  y (palma de oro: ) tengo 20 años. 
Saponstein resultó ser un sapo de charco. 
Yo le doblaba la edad, podía ser la hada madrina del cuento, o la madrastra, o la bruja. Aquella noche se rompió el hechizo antes de medianoche. Será que en aquellos sitios no conocen el cuento de Cenicienta, o mejor dicho, todo ocurre una hora antes. Pero, seguramente tampoco saben que Cenicienta escribe en una tabla periódica o en un blog sobre sus creaciones fallidas con sapos del montón.
¡Siguiente!
                                                    Merlina Brujas

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