jueves, 5 de diciembre de 2013

Sapo doce. A esa hora se supone, se rompe el hechizo.

La primera vez que lo vi coincidimos una amiga y yo en que era increíble y persuadimos a nuestra encargada para que le llamaran para hacer una prueba. Al final, se quedó (si después de todo el sexto sentido sirve también para recursos humanos). Al principio no hablaba mucho, eso en parte se debía a que su lengua materna no era la misma que la nuestra y sin embargo sólo le bastaron dos meses para ser parlanchín como el que más. Obviamente no faltó la “princesa top manta” que intentaba  “enseñarle” el idioma. Y yo sólo veía como quien ve un par de zapatos en  el aparador. Me parecía tan lindo. Justo antes de su llegada yo había pedido que mi príncipe tuviera cuatro requisitos: que fuera guapo, que tuviera un tatuaje o varios, que tuviera rastas y que tocara el violín. No sé por qué me dio por ahí. El sapo en cuestión era guapo, un día el vestidor donde se cambiaba tenía la puerta entreabierta y yo pasaba reconociendo que era él el que estaba cambiándose porque estaba cantando, así que al intentar saludarlo y darle la sorpresa, la sorprendida fui yo, porque vi un tatuaje que abarcaba toda su espalda y daban ganas de volverlo a pintar con las yemas de los dedos; tenía rastas, faltaba ver sus dotes musicales. En el trabajo intentaba indagar de su vida, pero terminamos por ser cómplices porque me daba a probar sus nuevas recetas, me preparaba postres increíbles y me consentía, culinariamente hablando. Un día entre broma y broma le hice entender que yo no salía con nadie. Ese día había una despedida de soltera en el salón principal y cuando él salía todas miraron con esa mirada de “princesa loba y hambrienta” que hace que las “princesas rarunas” ,como yo,  se sientan inferiores. Él ni siquiera lo notó, y además antes de irse me dijo que me esperaba a las doce en la fuente de la esquina. Yo no supe cómo tomarlo. Por un momento creí que me tomaba el pelo. Un amiga había presenciado la cita, y cuando me vio en casa a las once cincuenta me dijo en un tono sibilino “¿no vas a ir?” yo la miré y tranquilamente le dije que sería una broma, pero la duda ya se había sembrado: y ¿si me estaba esperando? Y  ¿si fuera cierto?  Me arreglé como pude en cinco minutos y salí escopetada al punto de encuentro. Él ya estaba ahí. Me llevó a tomar una caña a un bar que a mi me gustaba mucho. Coincidíamos en el tipo de ambiente de bar que nos gustaba. En la charla me dijo que tocaba el violín. Y yo pensé que así se debía de sentir el que se saca la lotería. Nos reímos mucho y de ahí me llevó a una discoteca a bailar. Cabe mencionar que me abría la puerta a todos los sitios, que me tomaba de la mano, que me llevó en bici y me sentía como en una película de romance de adolescentes. Mientras bailábamos había muchas chicas que intentaron acercarse a bailar con él. Yo no podía decir nada, y de hecho, dejaba sitio para que bailaran mejor. Él me buscaba y se mantenía cerca de mi, incluso me dijo, que si quisiera bailar con otras, no me habría invitado a mi. Yo me derretía con su sonrisa y con la ternura que emanaba. Bailaba tan bien. A veces creo que hay canciones que me hacen recordar cómo se movía. De canción en canción terminamos acercándonos mucho, y yo veía las luces, sus ojos, y un beso que me hizo creer que se había coronado. ¡Este tenía que ser! ¡Este tenía que ser! Lo vi convertirse en un príncipe. Me acompañó a casa. Me dio un beso de buenas noches y se despidió.
Nos seguimos viendo las siguientes semanas. Me esperaba al salir de trabajar, me enseñaba la música que hacía, charlábamos muchas horas en la plaza, paseábamos en bici y salíamos a bailar. Yo creía estar más cerca del “y fueron y felices y comieron perdices”. Cocinaba para mi y me trataba como una princesa. El día de su cumpleaños yo le hice un regalo porque bromeábamos con tener un perrito, pero ninguno de los dos podíamos permitirnos un compromiso así, y yo tricoté un perrito caliente con la broma de que era el único perrito que nos venía bien tener a los dos por esos momentos. Yo aseguraba que ese día celebraríamos su cumpleaños. Bueno, yo quería ser su regalo. Y cuando todo parecía ir al “fueron felices” sonaron las doce y el hechizo se rompió. Me dio un beso en la mejilla, me dijo en un tono muy bajo: “eres muy buena” y dio media vuelta y se fue. ¿Soy muy buena para qué? Sonó la última campanada. La bici se convirtió en berenjena. El príncipe se fue saltando y la princesa volvía a ser una camarera a media jornada. Definitivamente el hechizo había terminado. 
¡Siguiente!
                                                      Merlina Brujas 


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